domingo, 30 de diciembre de 2007

La matanza de Huitzilac

Por: Enrique Galván-Duque Tamborrel


Ha caído la noche, es el 2 de octubre de 1927. Pancho, como le dicen sus amigos y es popularmente conocido, camina nervioso por los salones del hotel Bellavista, es el clásico nerviosismo de quien está esperando algo que se retrasa y no llega. Se detiene por momentos para echarse un trago de coñac, de una copa que --junto a una botella del coñac de su preferencia-- reposa sobre una mesa, pero es muy notorio que está extremadamente preocupado, sus nervios lo delatan. Pero adentrémonos en los por qué y regresémonos en el tiempo.

En las semanas previas, el candidato a la presidencia Francisco R. Serrano decidió cambiar los votos por las balas. En los últimos meses había logrado disfrazar su ambición enarbolando la bandera del antirreeleccionismo en contra del candidato oficial, su antiguo jefe y viejo amigo, el general Álvaro Obregón quien, de 1920 a 1924, le había tomado tal gusto a la silla presidencial que se empecinó en regresar a Palacio Nacional a como diera lugar. Además en esa época las lealtades se desmoronaban fácilmente por la ambición, y todos se sentían con derecho a la “grande” –término muy usado por los políticos “robolucionarios” para referirse a la silla presidencial.

Muy respetuosos de la ley, los diputados obregonistas le abrieron la puerta al invicto general, modificando la Constitución y suprimiendo el principio de la no reelección –para periodos no sucesivos y sólo una vez--para permitir su regreso al poder –el cual había dado origen a la revolución de 1910-. Serrano sabía que el candidato oficial, Obregón, contaba con el apoyo de todo el aparato del estado revolucionario, encabezado entonces, por el presidente Plutarco Elías Calles. Sabía también, que no había manera de ganar en las urnas. Sólo quedaba el camino de las armas.

A finales de septiembre de 1927, dos dedos de frente bastaban para saber que la campaña electoral sería interrumpida por un baño de sangre. Serrano había encontrado un aliado en otro aspirante a la presidencia, el general Arnulfo R. Gómez, cuyo discurso en contra de Obregón se reducía a la frase: “Para mi rival sólo hay dos alternativas o las islas Marías o dos metros bajo tierra”.

Como buenos revolucionarios, Serrano y Gómez pensaron que el camino más corto para llegar al poder era por medio de las armas y decidieron abandonar el de las instituciones. El plan era sencillo. El 2 de octubre, Obregón, Calles y Amaro presidirían una serie de maniobras militares en los llanos de Balbuena. En el transcurso de la exhibición, la guarnición de la ciudad de México tenía la orden de aprehender a los tres caudillos. Consumado el golpe, se designaría un presidente interino para convocar a elecciones y listo. Eran los recursos de la época, la razón y la justicia, así como el respeto a las leyes, sólo eran epítetos para discursos.

Confiado en que todo saldría de acuerdo con lo planeado, Gómez marchó a Veracruz. Si fracasaba el movimiento en la ciudad de México, tenía la posibilidad de movilizar rápidamente varios miles de hombres. Serrano por su parte, informó a la prensa que viajaba a Cuernavaca con la intención de festejar su santo anticipadamente. Si el golpe resultaba exitoso, la celebración de San Francisco sería magna.

Obregón y Calles estaban acostumbrados a “madrugar”, no a que los “madrugaran”. Como buenos revolucionarios, ambos sonorenses suponían lo que sus opositores preparaban. La intentona golpista era ya, un secreto a voces, en la capital del país. Así, el 2 de octubre, Amaro se movió con rapidez, puso mil hombres a custodiar el Castillo de Chapultepec -donde se encontraban el presidente Calles y el candidato Obregón- y desarticuló el movimiento golpista en la ciudad de México. Las maniobras militares en Balbuena se llevaron a cabo en medio de un ambiente, incluso, festivo y al terminar, Calles, Obregón y Amaro, regresaron al Castillo para decidir la suerte que debían correr sus adversarios.

La noche del 2 de octubre, el general Serrano se paseaba nervioso en uno de los salones del hotel Bellavista. Esperaba noticias halagüeñas de la ciudad de México, pero en su fuero interno sabía que su destino se precipitaba hacia el vacío.

A Pancho le gustaba el coñac Hennesy 5 estrellas. Era un hombre simpático, ocurrente y dispendioso. Aunque se lamentaba de su baja estatura –Obregón le llamaba “mi dedo chiquito”- sabía portar el uniforme militar con garbo, y siendo bien parecido, hacía suspirar a más de una mujer. Débil frente al sexo femenino, no había francachela nocturna en que no buscara los brazos de una mujer de cintura estrecha y amplias caderas. Sin más, el general Francisco R. Serrano era --dicho coloquialmente-- un clásico vividor.
Originario de Sinaloa pero sonorense por conveniencia, Serrano acompañó a Obregón durante los años más violentos de la revolución. Se ganó la confianza del caudillo quien lo nombró jefe de su estado mayor. El bueno humor y ciertas ocurrencias --como haberle concedido grado militar a un civil para acusarlo de insurrección y poder fusilarlo “conforme a la ley”-- le ganó las simpatías de los sonorenses. Acompañó a Calles en la defensa de Agua Prieta en 1915 donde asestaron el golpe final a la División del Norte y se sumó a la rebelión contra Carranza, encabezada por Calles y Adolfo de la Huerta en 1920.

La lealtad tuvo su recompensa. Serrano fue subsecretario y secretario de Guerra durante el cuatrienio de Obregón (1920-1924) y no tuvo empacho en sumarse a la purga revolucionaria ordenada por Obregón, que vio sus momentos más cruentos durante la rebelión delahuertista. De esa forma, el régimen acabó con viejos revolucionarios como Francisco Murguía, Salvador Alvarado, Rafael Buelna y Manuel M. Diéguez, entre otros.

Entre 1926 y 1927, Calles le entregó a Serrano la gobernatura del Distrito Federal y desde su posición le dio rienda suelta a sus pasiones: las parrandas, el coñac y las mujeres. La estrella de los vencedores había iluminado su camino desde los primeros años de la revolución, siempre junto a los sonorenses. Pero sin límite alguno, de pronto se vio a sí mismo, sentado en la silla presidencial. Serrano prestó oídos al canto de las sirenas de la política y sin medir las consecuencias, de la noche a la mañana firmó su sentencia de muerte al aceptar la candidatura en contra de la reelección de su antiguo jefe, el invicto Álvaro Obregón.

Ataron sus manos con cable eléctrico. Un metro para cada uno. Al cabo de unos minutos, las muñecas de los catorce detenidos comenzaron a sangrar. Entre gritos y protestas, cada prisionero fue puesto bajo la custodia de tres soldados. Serrano le reclamó airadamente al coronel Hilario Marroquín --un siniestro oficial a quien no le temblaba la mano-- el trato que le estaban dando a sus compañeros. Como única respuesta obtuvo un brutal golpe en el rostro con la cacha de una pistola. El general Claudio Fox, aún más siniestro que su lugarteniente, observaba complacido a unos metros de distancia. Sobre Huitzilac caía la tarde del 3 de octubre de 1927.

Las horas habían transcurrido con irritante lentitud desde los primeros minutos del día. Muy temprano por la mañana, Serrano y sus acompañantes fueron aprehendidos en el domicilio de un amigo suyo, en Cuernavaca. Instruido desde lo alto del castillo de Chapultepec --donde vivía y despachaba el presidente Calles--, el gobernador de Morelos envió un batallón a detener a Serrano. La súbita llegada de las fuerzas armadas fue el mejor indicador de que el golpe en la ciudad de México había fracasado por completo.

Varios soldados catearon el interior de la casona y no encontraron armas o documentos que comprometieran a los detenidos con la fallida intentona golpista del día anterior. Las únicas armas halladas fueron las que portaban reglamentariamente Serrano y tres generales más, nada como para hablar de una rebelión.

Hasta la otrora recámara de Carlota en el castillo de Chapultepec, donde se encontraban deliberando Calles, Obregón y el secretario de Guerra, Joaquín Amaro, llegó un despacho procedente de Cuernavaca donde se informaba que Serrano y trece individuos más, estaban finalmente en poder del gobierno.

Los tres hombres guardaron algunos minutos de silencio. Obregón se atusaba el bigote con la mano izquierda y a pesar de la gravedad del momento, no perdía el buen humor. Estaba a punto de liquidar a su opositor y la silla presidencial, reluciente, lo esperaba. Su “dedo chiquito” lo había traicionado y tenía que hacerlo pagar. Para nadie era un secreto que el invicto general llevaba la voz cantante en aquella reunión, casi todos los oficiales que llegaban al salón de acuerdos, se dirigían en primera instancia a él, y luego, al presidente Calles.

Sin mucho meditarlo, Obregón expresó lo que se convertiría en una orden: “¿Para qué traerlos a México, si de todos modos se ha de acabar con ellos? Es preferible ejecutarlos en el camino”. Calles y Amaro asintieron. El presidente pensó en el general Roberto Cruz, para desempeñar tan delicada encomienda --meses después sería el encargado de ejecutar al padre Pro--, pero Cruz pidió ser relevado debido a su amistad con Serrano. Entonces Amaro, sacó su “as” bajo la manga y mandó llamar a su incondicional Claudio Fox que tenía cuentas pendientes con Serrano.

Cerca del mediodía, Fox se presentó en el castillo y recibió la orden por escrito: “Sírvase marchar inmediatamente a Cuernavaca acompañado de una escolta de 50 hombres para recibir… a los rebeldes Francisco R. Serrano y personas que lo acompañan, quienes deberán ser pasados por las armas sobre el propio camino a esta capital por el delito de rebelión contra el gobierno constitucional de la república”. La orden estaba firmada por el presidente Plutarco Elías Calles y llevaba la bendición de Álvaro Obregón.

Serrano quiso creer que su vieja amistad y la lealtad de otros tiempos hacia el caudillo, serían suficientes para ayudarlo a sortear el trance mortal en que se hallaba pero conforme transcurrieron las horas se dio cuenta que había cruzado el punto sin retorno. A Cuernavaca llegaron las órdenes de trasladar a los prisioneros a Tres Marías donde debían ser entregados al general Claudio Fox.

La carretera fue cerrada entre el poblado de Tres Marías y Huitzilac. En este último sitio, los prisioneros fueron bajados de los automóviles que les habían servido de transporte. Serrano estaba acompañado por los generales Carlos A. Vidal, Miguel A. Peralta y Daniel Peralta; por los licenciados Rafael Martínez de Escobar --ex diputado constituyente-- y Otilio González, el ex general Carlos V. Araiza y lo señores Alonso Capetillo, Augusto Peña, Antonio Jáuregui, Ernesto Noriega Méndez, Octavio Almada, José Villa Arce y Enrique Monteverde. En total sumaban catorce individuos que esperaban ser devorados por la revolución. El sol se ocultaba entre las montañas de la vieja carretera a Cuernavaca, un viento frío anunciaba el desenlace y la muerte preparaba su festín.

Varios de los prisioneros pidieron clemencia o cuando menos unos minutos para escribir algunas líneas a sus familias, a sus esposas o hijos. El general Fox se alejó de la escena dejando a cargo de las ejecuciones al coronel Marroquín, que con una pistola en una de las manos y una ametralladora Thompson en la otra, profería toda clase de insultos.

Serrano volvió a increparlo y Marroquín le disparó a quemarropa en el pecho. A pesar de las heridas mortales, el general mostró una fortaleza inaudita y permaneció de pie observando fijamente a Marroquín quien volvió a dispararle. Una vez en el suelo pateó su rostro, antes de darle el tiro de gracia. Aprovechando la confusión, el ayudante de Serrano, Noriega Méndez, logró zafarse del cable que lo ataba y se lanzó sobre Marroquín para abofetearlo y escupirle. El coronel le disparó con la pistola y la ametralladora.

Al ver la dramática escena, el resto de los prisioneros intentaron darse a la fuga. Algunos fueron cazados como animales; otros permanecieron estoicamente en su lugar en espera de la muerte. Las balas expansivas atravesaban los cuerpos, los tiros de gracia sacudían por última vez los cadáveres, las bayonetas atravesaban todo lo que encontraban a su paso, haciendo correr la sangre a unos metros de la carretera federal.

Como buenos revolucionarios, una vez cumplida su misión, los asesinos tomaron su tiempo para saquear los cadáveres. Antes de llevarlos al Hospital Militar, los cuerpos fueron trasladados al Castillo de Chapultepec. Se dice que Obregón vio uno por uno y señaló: “a esta rebelión ya se la llevó la chingada” y cuando se detuvo frente al cadáver de Serrano, dijo: “Pobre Panchito, mira cómo te dejaron”. Aunque no hay que olvidar que en aquel tiempo, como ahora ---al fin y al cabo fueron los abuelos y maestros del PRI--- se inventaba y especulaba mucho.

Fieles a la costumbre, al otro día los diarios capitalinos dieron a conocer el parte oficial entregado por el gobierno que nada tenía que ver con la realidad: “El general Francisco R. Serrano, uno de los autores de la sublevación, fue capturado en el estado de Morelos con un grupo de sus acompañantes por las fuerzas leales que guarnecen aquella entidad y que son a las órdenes del general de brigada Juan Domínguez. Se les formó un consejo de guerra y fueron pasados por las armas. Los cadáveres se encuentran en el Hospital Militar de esta capital”.

Serrano fue sepultado en el panteón Francés y tiempo después, casi de manera clandestina, catorce cruces fueron colocadas a un costado de la carretera vieja a Cuernavaca, dando testimonio, aun hoy en día, del lugar donde se perpetró la terrible matanza de Huitzilac.
octubre / 2005

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