sábado, 29 de diciembre de 2007

El mito de la Revolución Mexicana

Por: Enrique Galván-Duque Tamborrel
noviembre de 2005

"Un pueblo en revolución es como el mar encolerizado,
puede escalar las más altas rocas, pero no permanecerahí.
Jamás se abate un ídolo sino en beneficio de otro".

Querien Vangal.

La revolución irrumpió en la historia nacional y se apoderó del tiempo mexicano con una violencia sin precedentes. Movimiento continuo, hecho con el caos de la destrucción y la esperanza en el porvenir, fue la génesis de un México que volvió los ojos hacia su pasado inmediato y --como en el siglo XIX-- entrelazó su destino al de los caudillos.

En 1910 la república tenía 15 millones de habitantes. El setenta por ciento de la población era rural. El resto se encontraba en las ciudades y los centros fabriles más importantes: México, Veracruz, Guadalajara, Puebla y Monterrey. El setenta y dos por ciento no sabía leer ni escribir y la riqueza estaba concentrada en una pequeña oligarquía burguesa --la corte de don Porfirio-- que se enriquecía participando en una amplia gama de negocios públicos: obras, transportes, minería, petróleo, banca y comercio.

El México porfiriano tenía dos rostros. El del progreso material cristalizado en los casi veinte mil kilómetros de vías férreas, la red telegráfica que unía al país, líneas telefónicas en las zonas urbanas, el alumbrado eléctrico, las casas comerciales como El Palacio de Hierro o El Puerto de Liverpool. Obras públicas construidas con los sistemas de ingeniería más modernos del momento, como el desagüe del valle de México, el palacio de Comunicaciones, el puerto de Veracruz y los no menos importantes puertos de Coatzacoalcos y Salina Cruz mostraban al mundo las bondades del régimen.

El rostro de la desigualdad --la cara más oscura del porfiriato-- era lacerante. La hacienda se convirtió en el paradigma de la explotación. “Si quieren sembrar, que siembren en maceta” comentaban los hacendados de Morelos. En algunos lugares como Valle Nacional, Oax. y Yucatán, las condiciones de vida frisaban con la esclavitud. La situación no era mejor para los obreros. Con jornadas de trabajo de más de 12 horas, sin derecho a huelga y sin seguridad social, las fábricas se convirtieron en verdaderos polvorines. El porfiriato acabó con las libertades públicas. La sociedad abdicó de sus derechos políticos a cambio del oropel de la estabilidad y la paz social, anhelada casi por un siglo.

En 1910, el México bronco resurgió furioso de las entrañas de la nación. Tocó las fibras más sensibles de la conciencia colectiva. Contra los agravios políticos la respuesta fue “sufragio efectivo, no reelección”. Contra los agravios sociales el grito fue de “tierra y libertad”. El reclamo era legítimo: “Justicia y ley”. El instrumento justiciero no pudo ser más doloroso: la muerte.

La violencia revolucionaria destruyó el orden porfiriano y la estabilidad del país por décadas. Con excepción de Madero, los nuevos caudillos --antidemocráticos por antonomasia-- creyeron más en el argumento de las balas que en la fuerza de los votos. Durante más de veinte años tiñeron de rojo el ejercicio del poder e hicieron correr la sangre --propia o de extraños-- al acercarse la sucesión presidencial.

Un millón de víctimas ocasionó la revolución en el periodo 1910-1921, principalmente a partir de 1913. Setenta mil más generó la rebelión cristera entre 1926 y 1929. La mayoría de los muertos era gente pacífica, “civiles”, los “revolucionados” -como les llamó Luís González y González. Aquellos que prefirieron enfrentar la revolución desde la trinchera de la vida cotidiana, dentro de las haciendas, acompañados por sus familias o defendiendo sus pueblos de los propios revolucionarios, pero no tomando parte activa en las filas de los poderosos ejércitos norteños.

Una generación de hombres se perdió. No alcanzaron ni siquiera los cincuenta años de edad. La terrible paradoja fue que las víctimas no cayeron combatiendo al porfiriato o la traición de Huerta --causas iniciales y ciertamente justas--, sino a manos de la propia revolución mexicana que en un acto de canibalismo político, en abierta lucha por el poder, --entre emboscadas, traiciones y juicios sumarios-- los eliminó.

Dentro de la vorágine de la violencia, la familia mexicana padeció las terribles ambiciones personales de los caudillos, y en poco tiempo se desintegró. Padres e hijos marcharon al frente de batalla. Las mujeres, en ocasiones, siguieron el mismo derrotero y terminaron ayudando a bien morir a los combatientes. La hambruna, el saqueo, la violación, las epidemias --calamidades propias de la guerra-- azotaron por años la república.

De 1911 a 1940 la república tuvo dieciséis presidentes. Cuatro fueron restos del naufragio porfiriano. Los demás surgieron de los campos de la revolución. Ninguno pudo gobernar en condiciones normales. Por momentos, poder y muerte fueron sinónimos. Una revuelta anunciaba la siguiente. A una traición le seguía otra aun más sofisticada. El viejo refrán se hizo ley: “quien a hierro mata, a hierro muere”.

Los porfiristas dejaron el poder añorando la “mano dura” del dictador. Los revolucionarios fueron incapaces de cerrar la caja de Pandora y paulatinamente regresaron a las viejas formas de simulación y control porfirianas creando un sistema antidemocrático alejado de los principios fundamentales del movimiento iniciado en 1910. Años después, cuando Daniel Cosío Villegas escribió La crisis de México (1946) y anunció la muerte de la revolución mexicana a manos de su propio régimen, no se equivocó en su juicio: “Todos los hombres de la revolución mexicana, sin exceptuar a ninguno, resultaron inferiores a las exigencias de ella”.

El monumento a la revolución que se levanta soberbio en la plaza de la República es, sin duda, la máxima representación del fracaso histórico de México en el siglo XX. En él se refleja el fallido y desigual proyecto nacional del porfiriato y el derrotero de corrupción e impunidad que siguió el movimiento revolucionario iniciado en 1910. La dictadura de Díaz condujo al país a una guerra civil sin precedentes. La revolución, a una situación que por momentos ha tocado los límites del caos.

La flamante construcción nació como un sueño que debía mostrar al mundo la grandeza del México de don Porfirio. Entre las fastuosas obras públicas del régimen --como el edificio de Correos o el palacio de Comunicaciones--, el nuevo edificio estaba llamado a ser la sede y bastión del poder Legislativo.

Diseñado por el arquitecto Emile Bernard, la capital mexicana albergaría en la plaza de la República --que paradójicamente recibía ese nombre por el triunfo nacional alcanzado sobre los armas francesas y el imperio de Maximiliano--, una construcción al más puro estilo clásico del renacimiento francés: fachada de mármol, enormes columnas, frontón con altorrelieves, gran cúpula, acabados de ónix y esculturas monumentales que sólo hacían referencia a la cultura universal.

La construcción del nuevo Palacio Legislativo debía comenzar durante las fiestas del Centenario de la Independencia. Don Porfirio preparó todo para la magna celebración y a pesar de sus ochenta años de edad, a lo largo del mes de septiembre de 1910, en cada evento, en cada ceremonia, en cada acto mostró una fortaleza inquebrantable.

El día 23 el general Díaz inauguró las obras del futuro palacio Legislativo. Paradójicamente con la colocación de la primera piedra pretendía acallar el grito democrático que desde diversas cárceles de la república lanzaban Francisco I. Madero y sus partidarios. La clase política no vio --no quiso ver-- que las contradicciones sociales habían llegado a un límite sin retorno.

Para la oposición que, en el mejor de los casos operaba desde la clandestinidad, el futuro Palacio Legislativo era una farsa. Era la victoria de la forma sobre el fondo. De acuerdo con el diseño original, cuatro esculturas coronarían la obra: la Paz, la Elocuencia, la Juventud y la Verdad. Como ejemplo de arquitectura nadie dudaba que fuera majestuoso, sin embargo, el poder legislativo era oprobiosamente sumiso a la figura presidencial.

El Congreso había apoyado la pax porfiriana sustentada en la represión; tenía entre sus miembros notables y elocuentes oradores que pronunciaban magníficos discursos para alabar a su amo. La juventud era tan sólo un recuerdo: habían envejecido en sus curules viendo pasar ociosamente el tiempo y haciendo buenos negocios. Y la “verdad” no era un término que existiera en el vocabulario de los legisladores porfiristas. Durante 34 años habían sido cómplices de la dictadura.

La revolución acabó con los sueños de grandeza del porfiriato. El progreso material no pudo detener el avance de las demandas sociales y políticas y la vieja estructura del poder se vino abajo por algunas décadas para luego ser retomada y mejorada por el sistema político mexicano. Las obras del palacio legislativo quedaron inconclusas. Como vestigio de los tiempos de don Porfirio, la gran cúpula --única parte que alcanzó a realizarse-- presenció los azarosos tiempos revolucionarios.

La salida de Porfirio Díaz rumbo a Veracruz y al exilio eterno anunció el inicio del siglo XX mexicano. La entrada de Madero fue apoteótica, una luz de esperanza fincada en las libertades públicas parecía anunciar un tiempo nuevo. El golpe de estado de Victoriano Huerta y el asesinato de Madero acabaron con la incipiente democracia y dieron inicio a los años más violentos del movimiento armado. Vendrían entonces las sucesivas ocupaciones de la capital mexicana; seducidos por el poder Carranza, Obregón, Villa, Zapata la tomaron sin miramientos. Desde 1915 la revolución se volvió contra sí misma: hambre y muerte sacudieron a la población de toda la república. En 1917, una nueva Constitución excluyó a buena parte de la vieja guardia revolucionaria.

A pesar de todo, la cúpula del palacio legislativo seguía en pie y atestiguó el canibalismo revolucionario en su máxima expresión. Pudo ver a Carranza, que siempre fue receloso de Madero, coludido y complacido con la muerte de Zapata (1919). A Obregón y Calles eliminando al molesto Primer Jefe (1920). A los mismos sonorenses, dando cuenta de Villa (1923). A Calles disfrutando del poder absoluto luego del magnicidio de Obregón (1928). A Cárdenas expulsando del país al Jefe Máximo, don Plutarco (1936 y creando, por decreto, el corporativismo, que tanto daño le ha hecho a México –en el seno del corporativismo se han maquilado la “Pléyade” de líderes corruptos que han lacerado a México. Junto a los grandes caudillos, una generación de hombres honestos --casi todos improvisados generales-- desapareció a manos de la traición y el asesinato.

A partir de 1929, con la fundación del partido oficial (PNR), la palabra Revolución adquirió un sentido profético. La Revolución se convirtió en el paradigma de la historia mexicana. En la verdad absoluta. De ella debía emanar el bienestar, el crecimiento, el desarrollo, el progreso, la justicia social, la educación. Todo se entendía a través de la palabra Revolución. Fuera de los regímenes emanados de ella todo era oscuridad, anarquía, rezago y pobreza. Cualquier voz disonante, se convirtió en un enemigo del sistema.

El partido oficial borró de la conciencia nacional las traiciones políticas de los caudillos reconciliando a los viejos revolucionarios a través del discurso y de la manipulación de la historia. Nació así uno de los grandes mitos: “el pueblo decidió romper las cadenas de la opresión porfirista y como un sólo hombre, unido hasta el final, tomó las armas el 20 de noviembre de 1910”.

La vieja cúpula que, al iniciarse la década de 1930, aún asomaba por encima de la cada vez más populosa ciudad de México, encontró un nuevo destino. Para coronar la ficción histórica del movimiento revolucionario, en 1933 el arquitecto Carlos Obregón Santacilia propuso aprovechar la estructura inconclusa del palacio legislativo porfiriano para construir un monumento que mostrara la grandeza y fortaleza del movimiento libertario de 1910. La sólida construcción de piedra tardó cinco años en concluirse y el 20 de noviembre de 1938, la sombra del nuevo monumento sirvió de escenario para la celebración del vigésimo octavo aniversario de la “heroica gesta” de 1910.

La escena volvía a repetirse: para los pocos críticos de la revolución el monumento era una farsa. Forma sin fondo. Los cuatro grupos escultóricos que remataban cada una de sus columnas representaban a la independencia, las leyes de Reforma, las leyes obreras y las leyes agrarias. Pero con un sistema que decidió gobernar discrecionalmente y basado en la impunidad, las leyes no significaron nada.

Con el paso del tiempo, diversas urnas con restos mortales ocuparon un lugar en aquella gélida construcción de piedra. Lo que no pudo lograr el “interés nacional” o el amor a la patria durante la etapa armada de la revolución, lo consiguió el sistema político mexicano con buena dosis de historia oficial: reunir a los principales jefes --Madero, Carranza, Villa, Calles y Cárdenas-- en un mismo espacio, sin posibilidad alguna de nuevas confrontaciones. Y como los muertos no tienen derecho de réplica, los caudillos debieron conformarse con su triste destino: dormir el sueño eterno junto a sus viejos enemigos. Año con año, cada 20 de noviembre, aún se escucha cómo se revuelcan en sus tumbas los hombres de la revolución.

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