domingo, 7 de septiembre de 2008

Filosofía de y para la muerte

Por: Enrique Galván-Duque Tamborrel


Cuando sea llegada mi hora, moriré;
pero moriré como debe morir un hombre
que no hace más que devolver lo que se le confió.
Epicteto
.


Dicen los extranjeros que los mexicanos adoramos a la muerte, y sí, hay mucho de eso, así que, como común denominador, creo que le perdemos el miedo. No sé por qué pero creo que así es. A mí me pasó, desde que yo recuerdo, aprendí, y así lo he digerido, que la muerte es tan natural como el nacer, es parte de la vida misma, es consecuencia de ella, si no hubiera vida no habría muerte

Yo espero la muerte desde chico, más no me angustia, sé que llegará algún día, cuando el Señor lo disponga; por eso siempre he encomendado mi espíritu a Él.

Un día, idéntico a todos, entraré en agonía;
mi corazón admite que llegará ese día.

La muerte, la mía, es mi amiga, sé que vendrá mas no me apura; sé que está bien y que algún día vendrá a invitarme para salir juntos.

La mía casi a punto de empezarse en la arena
ya por tu causa, amor, corre a sus ámbitos.

Pero mientras llega la doña – mi muerte – el tiempo pasa, vive uno tratando de hacer el bien o, cuando menos, controlándose para no hacer mal a nadie. La existencia es maravillosa, existir es un obsequio Divino.

Sé que lo soy, aunque no muy firme;
pero pienso que bien pude morirme
al nacer, no nacer, o no ser hombre.
Quiero que me expliquen el motivo
por el cual yo soy yo, por el que vivo
entre ustedes, y aquí, con este nombre.

La existencia se apareja con la lucha, con el trabajo creativo que produce satisfactores para nosotros y para los que nos rodean. De la lucha con amor se colma el espíritu y se cobija a la familia.

Dame tiempo Señor, pues aunque tardo
he de rendir ante tus pies el fardo
que destinaste a mis endebles hombros.
Sólo que los encuentres incapaces,
aniquílame ya, mas no rechaces
este pequeño cúmulo de escombros.

Crucé por la vida: crecí, estudié, aprendí, conocí, amé, fecundé, trabajé, formé, creé, sufrí, gocé. Todo me fue dado por gracia Divina; ahora espero apacible, inmerso en mi lectura y amando a mi prójimo, a la Doña, magnífica señora que me acompañará en el camino a Dios mi Señor.

En manos de Dios puse mi vida
desde mis años mozos más lozanos,
y abandonado y dócil en sus manos
hoy aguardo la muerte: Bienvenida.
Como, cuando y de qué, Dios lo decida.
Buen provecho, carísimos gusanos.
Salud, señores tirios y troyanos,
el amor ha ganado la partida.

Quedó en mi un vacío inconmensurable, cuando mi esposa Angélica, mi Prieta amada, partió. A partir de entonces mi espíritu deambuló, deseaba la visita de la Doña, mas no me atreví a invitarla porque la fe en Dios, que nunca me abandonó, me hacía confiar que sólo Él podía invitarla, y hacerla venir sólo cuando El lo dispusiera. Así el Señor me brindó la fuerza para que mi corazón, mi mente y todo mi ser giraran y se apoyaran en la imagen y presencia de mis adorados hijos. El amor a Dios y a mis hijos me han dado la paciencia y tranquilidad necesarias para esperar la visita de la Doña.

Ay amor, sólo tú – si no tú, nadie –
puede querer, puede lograr que tenga
un despertar la muerte, como el sueño.

Pero antes de partir, el día en que finalmente llegue la Doña, me tomaré una copa de tequila con ella y brindaré a su salud.

He de darle a la muerte mi cuerpo, limpio, entero.
-- Es la última amada que dormirá conmigo –

Doña, Señora Muerte, me acompañarás al Señor, volveré al redil.

Y es bien sabido que la vuelta a casa,
tras la molestia natural, implícita,
resulta siempre lo mejor del viaje.


Si al camposanto van algún día:

No se detengan en mi tumba a llorar,
No estoy allí. No duermo.
Soy mil vientos que soplan.
Soy los destellos brillantes en la nieve.
Soy la luz del sol en el grano maduro.
Soy la gentil lluvia de otoño.
Cuando despierte en el silencio de la mañana
seré el rápido y ascendente susurro
de silenciosas aves en vuelo circundante.
Soy las tenues estrellas que brillan por la noche.
No se detengan en mi tumba a llorar.
No estoy ahí. No he muerto.


Entre los Usos y las Costumbres

En México, los días 1 y 2 de noviembre hacemos multitud de celebraciones recordando a nuestros muertos pequeños y adultos. Colocamos altares, mesas con alimentos y bebidas preferidos, escuchamos la música que les deleitaba, todo porque conservamos la creencia de que en esos días regresan al hogar a compartir con nosotros la emoción de un reencuentro anunciado. Penemos velas para que ellos sigan la luz y lleguen con bien. También adornos hechos de dulce o mazapán, pero especialmente calaveritas de dulce que llevan inscritos sus nombres y los nuestros. Recordemos que los cráneos eran considerados recintos del espíritu, por ello se colocaban en los templos, tal como podemos observar en el Templo Mayor de la ciudad de México.
Nuestros queridos muertos nos recuerdan la naturaleza transitoria de la vida terrena y la vanidad de los deseos humanos. Algunas familias acostumbran visitar panteones llevando comida y velas, para recordar a los difuntos el camino de regreso y evitar que permanezcan fuera de sus tumbas; la costumbre está más arraigada en los poblados pequeños que en las grandes ciudades. Son ritos para traer, de manera simbólica, a los seres amados que han partido. Se trata a la muerte de manera divertida y se le obliga a bailar en esqueletos-marionetas, permitiendo que dejemos atrás los miedos, pues la alegría interna mantiene escondida su macabra apariencia externa. La transformamos, haciéndola ver como ha sido y será: un punto temporal.
Nuestra celebración no implica pasión por la muerte, sino reconocimiento t amor a quienes nos precedieron y acompañaron, nuestros familiares. En países como Japón, la fiesta budista de O-bon festeja a los espíritus de los muertos que retornan al hogar. Las personas que participan meditando, emplean abalorios con forma de cráneo evocando a cada persona familiar, amiga y conocida que ha fallecido. Ya en la Europa medieval se realizaba la Danza de la Muerte, incitando a respetarla como la gran igualadora que es.
Sea que creamos en el cielo anhelado, en la reencarnación o en la nada, tenemos temores manifiestos o velados ante la muerte pues todos moriremos algún día. Esta frase genera emociones encontradas que suscitan malestar. Algunas personas prefieren no pensar en ello; otra viven angustiadas día a día, reflexionando en sus actos cotidianos, intentando asegurarse un lugarcito en el cielo. La actitud depende básicamente de las creencias religiosas. Aun quienes creen en la reencarnación, manifiestan temor ante lo desconocido.
La muerte nos asusta pues significa un cierre, un camino hacia no sabemos dónde. Tenemos el dolor, el abandono, la soledad, la mutilación, la perdida del yo.Sin embargo, como muestra de lo que somos y de quien nacemos todos los seres humanos, las mujeres han aprendido a vivir con ella, pues constantemente cambian; sangran cada mes, pierden vida; se modifican durante los embarazos y nacimientos, perdiendo sus referencias corporales. Se convierten en recipientes de vida; cuando amamantan son las nutridoras por excelencia y viven perennemente atadas a la angustia que significa la supervivencia de sus hijos, que finalmente somos todos.
Ignace Lepp*, psicoterapeuta francés, diferencia entre las personas que viven angustia paralizante ante la muerte y las otras que viven un temor natural ante lo desconocido. También habla de quienes temen la muerte de sus seres queridos, no la propia, y de cómo la muerte de los otros nos remite a la nuestra.

Y tú, ¿cómo vives la muerte? ¿Qué es para ti la muerte?

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