jueves, 17 de enero de 2008

Tu madre es el amor de mi vida

Por: Enrique Galván-Duque Tamborrel


El hijo pregunta a su papá: “papá, ¿por qué me has dado la vida?” El papá responde: “porque tu madre es el amor de mi vida”.

El ejemplo, presentado por un filósofo, pone el amor como el primer paso de la fecundidad, de la vida, en aquellas parejas que quieren vivir unidas bajo el signo de la entrega mutua.

Cada nuevo hijo nace gracias a otros, depende de otros en su existencia. Esta dependencia explica las profundas relaciones que se establecen entre el hijo y sus padres.

No se trata sólo de una relación biológica, aunque esa relación sea muchas veces muy visible, como es el parecido físico a uno o al otro, o a ambos, de los progenitores. Se trata de una relación mucho más profunda, una relación fundamentada en el amor.

Un hombre y una mujer se aman. El amor madura, crece, llega al compromiso, al matrimonio. El amor sigue su camino. El “amaba a tu madre”, ella “amaba a tu padre”, un día se convierte en la noticia: alguien ha surgido del amor, alguien empieza a vivir desde el amor. Alguien que es hijo, que es “nuestro hijo”, se introduce entre nosotros, no para separarnos, sino para unirnos de un modo mucho más profundo, más rico, más fecundo.

La pareja recibe la invitación a una nueva etapa en su camino matrimonial. Antes el hijo era sólo un proyecto que entraba en el proyecto del amor de los esposos. Ahora es una realidad. Ya está aquí: necesita más cuidados, más atenciones, menos humo en casa y reposo para mamá.

Pero no basta con los consejos “médicos”. Ese hijo real, vivo, concreto, todavía escondido en el cuerpo de la madre, invita a un paso más profundo. Puede ser amado, puede ser respetado, así, como es, porque ya es, ya tiene vida.

Desde el amor se comprende que unos esposos acojan al hijo no como si fuese un problema, sino como a una riqueza. Eso es lo propio del amor: ver lo positivo, incluso cuando hay que apretar más los espacios en la casa o ahorrar más para pañales.

Ver lo positivo también cuando el hijo no es cómo se esperaba. Cuando es niño y no niña (o al revés). Cuando es enfermo y no sano. Cuando llega en un momento no previsto, pero no por ello deja de ser una noticia que enciende una llama de esperanza.

Cuando falta el amor entre los esposos, en cambio, es fácil ver al nuevo hijo como un obstáculo a los proyectos familiares, como un problema para el espacio la casa y en el coche, como un potencial enemigo para el hermanito pequeño que empieza a dar señales de celos.

Sin amor, es fácil caer en la cultura del dominio, en la que el hijo deberá superar el examen de los planes de los adultos para lograr el ingreso en el mundo de los vivos. Una cultura del dominio que ha promovido el aborto, el infanticidio, la esclavitud o la venta de niños. Una cultura que dice: sólo nacerá un hijo cuándo y cómo lo decidan sus padres, o el jefe de la tribu, o un poderoso dictador que determina quiénes pueden tener hijos y cuántos pueden ser concebidos por cada familia, o el jefe de la empresa, que no renueva su contrato a aquellas mujeres que necesitan ausentarse por motivos de embarazo y maternidad.

A pesar de las dificultades, a pesar de la oposición de algunos, siempre será hermoso el nacimiento de un hijo que viene del amor y que enriquece el amor. “Porque tu madre es el amor de mi vida”, “porque tu padre es el amor de mi vida”, “porque te amábamos y te deseábamos”, puede convertirse, en unos años, en un “yo también os amo”. O quizá simplemente: “porque antes me habéis amado a mí”. O también: “porque sois buenos, lo habéis sido conmigo, y me estáis enseñando que la vida vale cuando se vive con amor”.

El mundo del matrimonio y la familia es distinto cuando se vive en este dinamismo. No es un ideal para pocos: en cada corazón se esconde ese sueño, ese deseo de amar. No sólo porque hemos experimentado lo hermoso que es vivir cuando nos aman, sino también porque sabemos que hay otros (sobre todo, esos otros más cercanos) que piden y necesitan que les demos amor.

Un amor que es sumamente bello cuando ese otro, el hijo, viene a casa desde un “te amo, me amas” que llega a ser fecundo y rico, que se convierte en “te queremos como eres: ven a enriquecer nuestro amor de esposos y de padres, ven a caminar cogido de nuestras manos enamoradas”.


Diciembre / 2005

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