jueves, 3 de enero de 2008

Pena de muerte

Por: Enrique Galván-Duque Tamborrel

“Señor general, ya hay bastantes mujeres que lloran en los Estados Unidos.
No me pida usted que aumente todavía sunúmero, pues no lo haré”
Abraham Lincoln

Desde 1976, año en que se volvió a implementar la pena capital en Estados Unidos, las autoridades de ese país han liberado a 117 reos del pabellón de la muerte porque descubrieron a tiempo que eran inocentes.

Juan Roberto Meléndez es uno de ellos. Este hombre de origen puertorriqueño fue sentenciado a morir por un crimen que no cometió. Tras pasar 18 años en prisión, las autoridades de Florida se percataron que habían cometido un error y le devolvieron su libertad.

Pese a que nadie le compensará por los años que pasó preso injustamente, Meléndez se congratula de que al menos pudo salvar la vida, algo que muchos otros no han logrado. Para luchar contra esta injusticia, hoy en día este hombre dedica gran parte de su tiempo a recorrer el país para crear conciencia sobre este problema. En una visita que hizo a Los Angeles a fines de marzo de 2005, subrayó que uno de sus principales argumentos contra las ejecuciones es que el sistema judicial de EU con frecuencia comete errores que dan lugar a que se castigue de manera arbitraria a personas inocentes y se deje en libertad a los verdaderos culpables.

Numerosas investigaciones corroboran las afirmaciones de Meléndez. El Centro de Información de la Pena de Muerte, una de las instituciones de mayor prestigio en el estudio de este tema, revela que el sistema legal de este país tiene serias deficiencias que se han traducido en numerosas condenas equivocadas.

Es bien sabido, por otra parte, que los grupos más vulnerables a convertirse en víctimas de las fallas del sistema legal estadounidense son las minorías y los que carecen de recursos de económicos para conseguir buenos abogados. Para los reos extranjeros, la situación es aún más complicada porque a menudo este país les niega el derecho a recibir asistencia de sus consulados, tal como lo establece la Convención de Viena.

Estas arbitrariedades llevaron a que México demandara a EU ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) por haber condenado a muerte a 51 mexicanos sin informarles de su derecho a recibir ayuda diplomática. En marzo del año pasado, ese tribunal falló a favor de México y, hace poco más de un mes, Bush aseguró que se revisarían esos casos.

Sin embargo, días después Washington dio marcha atrás al anunciar que no pensaba acatar en el futuro los dictámenes de la CIJ y que la última palabra en el caso de los 51 mexicanos, la tendrían los tribunales estatales. Para justificar su decisión, la Casa Blanca se basó en un argumento no sólo endeble sino falso: que su sistema judicial funciona bien y, por lo tanto, no es apropiado que interfieran en sus veredictos cortes internacionales de justicia.

De esta forma, quedaron nuevamente en el aire el destino de los 51 mexicanos que estában condenados a la pena capital, pese a no haber recibido asesoría de sus consulados. También está en riesgo, por supuesto, la vida de cientos o tal vez miles de prisioneros extranjeros a quienes este país les ha negado el derecho internacional a recibir ayuda diplomática.

Con esta actitud, el gobierno de Bush demuestró, una vez más, que su soberbia no tiene límites y que carece de toda autoridad moral para erigirse –como pretende-- en el guardián de los derechos humanos del mundo.
Han pasado casi tres años y la legislación de los Estados Unidos sigue igual, a pesar de todo.

“…ese patíbulo en el que, para eterna enseñanza de las generaciones, hace dos mil años que la ley humana clavó a la ley divina. El día en que el Hombre-Dios sufrió la pena de muerte la abolió.” (Víctor Hugo)

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