martes, 22 de julio de 2008

Los magnicidios en México

Por: Antero Duks


Si hacemos una relación de los magnicidios ocurridos en México durante el Siglo XX, tendríamos que empezar por el alevoso asesinato del presidente Francisco I. Madero y su vicepresidente José María Pino Suárez, el 22 de febrero de 1913. Este artero crimen impidió que Madero pudiera ver realizado su anhelo de democracia en nuestra Patria pues solamente pudo ser presidente durante quince meses.

Si bien es verdad, como han señalado injustamente críticos e historiadores, que careció de la suficiente energía para contener las pasionales ambiciones despertadas en muchos, pero no se dieron cuenta –o no quisieron darse cuenta-- que por no satisfacer ambiciones de grupos o personales –como la del embajador estadounidense Mr. Henry Lane Wilson– que querían parte del botín que quedaba de los casi treinta y tres años de “porfiriato”, sin embargo, Madero era presidente –este si Legítimo-- – de todos los mexicanos.
En este magnicidio quedó claro que el evidente autor intelectual fue el general Victoriano Huerta y sus paniaguados, --citados históricamente como “El Chacal” y sus esbirros—quien a pesar de sus ínfulas sólo pudo mantenerse en el poder diez y siete meses.
El acto cometido por “El Chacal” dio lugar al estallido de la parte cruenta de la Revolución Mexicana. Luchas entre facciones de los caciques y los caudillos revolucionarios que duró quince años, con el saldo de más de un millón de muertos.
Los crímenes estaban a la orden del día: Carranza, Zapata, Villa, Serrano y otros desfilaron hacia la sepultura como consecuencia de asesinatos planeados, hasta que le llegó el turno a Álvaro Obregón Salido, quien por su empeño de ver consolidada la Revolución y abrir el camino a la prosperidad lo llevaron a querer volver a tomar el mando. Este hecho llevó a muchos, que sentían lastimada su ambición de riquezas y canonjías, a acusarlo de que sólo lo llevaba la ambición por perpetuarse en el poder, al estilo Porfirio Díaz. Después de su primer cuatrienio, y siendo presidente “su aparente amigo” Plutarco Elías Calles, organizó su reelección presidencial, y después de triunfar, disfrazado de un aparente júbilo, lo traicionó, bueno, para ser honestos, no Don Plutarco en sí, sino sus paniaguados, a quienes no les convenía que Obregón volviera al poder que en esa época significaba la presidencia de la República
En una de esas expresiones de júbilo, en una comida efectuada el 17 de julio de 1928, en el Parque de la Bombilla, sito en San Angel, en el sur del Distrito Federal, fue abatido a balazos por el joven José de León Toral. Y claro, todo el proceso jurídico estuvo viciado, empezando por la existencia de dos actas de defunción. Todo esto manipulado por los callistas.
Cuentan que cuando llegó Calles a ver el cadáver de Obregón, iba acompañado por el Gral. Joaquín Amaro, quien era a la sazón Secretario de Guerra y Marina, Cholita su secretaria y el chofer. Cuentan que llegó muy serio, aparentemente apesadumbrado, no saludó a nadie. Llegó hasta a una pequeña recamara en que se encontraba el cadáver, se acercó y pudo apreciar el todavía sangrante cuerpo. Calles se acercó su rostro muy cerca del de Obregón y murmuró: “Querías ser presidente de nuevo, hijo de ….., pues no llegaste”. Verdad o mentira este relato, el caso es que dicen quienes estaban presentes que en el rostro de Calles se dibujó una sonrisa burlona, tan notoria que el Gral. Higinio Alvarez García, leal obregonista, sacó su pistola con intenciones de matarlo, actó que apaciguó inmediatamente la oportuna intervención del doctor y Gral. Enrique Osornio.
Posteriormente, el profesor Aurelio Manrique, apasionado obregonista por convicción, se acerca al General Calles y casi gritándole le dice: General, el obregonismo no ha muerto. -con o sin razón aquí se imputa el crimen a un miembro de su gobierno, a Morones--. Es necesario que se aclare esta situación… Mientras eso sucedía, tanto Morones, que era el Secretario de Industria y Comercio, había sido informado telefónicamente que el hijo del general Obregón, Humberto Obregón, había salido pistola en mano de su casa para ir en su busca.
En tanto ya se habían elaborado dos actas de defunción en las que había una sorprendente discordancia entre los seis balazos salidos de la pistola de León Toral y de las varias (13 a 19) perforaciones de proyectiles de diferentes calibres, unas por la espalda y otras por el pecho.
La duda prevaleció, y lo hace hasta la fecha, ¿Quién fue el autor intelectual del magnicidio?, así como ¿Cuántos fueron los gatilleros? Hasta la fecha ha prevalecido de que el gatillero fue sólo uno: León Toral, pero lo de la intelectualidad quedó realmente en aire, enredaron a muchos, pero la duda quedó.
Entre los obregonistas prevalecieron repartidas dos tesis, unos decían que fue Plutarco Elías Calles y otros que Morones. Sin embargo, la tesis más convincente finalmente fue que el autor intelectual fue el grupo que integraba la camarilla que cobijada bajo la sombra de don Plutarco.
La mencionada camarilla, de la que formaba parte, entre varios otros, Morones y Luís León --este turbio político que fue el autor del mote de “Jefe Máximo de la Revolución” con que distinguieron a Calles—fue la que a la larga se aprovechó de la Revolución. Primero Endiosaron a don Plutarco –que se dejó querer-- y a su sombra realizaron una serie de turbias maniobras para enriquecerse impunemente.
Ya estando Emilio Portes Gil en la presidencia, en calidad de interino, y claro que con la bendición del “Jefe Máximo”, a este se le ocurrió la idea –que se antoja magnífica dado el estado de las pugnas entre facciones que había por aquel entonces-- de formar el Partido Nacional Revolucionario (PNR). En ese momento vio luz primera la “Trinca Infernal” (PNR-PRM-PRI), la cual en vez de aprovechar el momento para crear un nuevo México, con otra mentalidad y cultura, lo llevaron --con su obsesión de mantener una hegemonía que se fue pudriendo más y más—a tirar a la basura siete largas décadas.
Cuando Lázaro Cárdenas del Río llegó a la presidencia, por obra y gracias de su mentor don Plutarco, envolvieron a aquel y traicionaron a este. Acusaron a Calles de traidor a la revolución, e intrigaron para que Lázaro mandara al exilio a su mentor, así como para que fuera corrido del PNR con la misma acusación. Gracias a que prevaleció en Lázaro algo de su sentimiento de lealtad no lo mató, como entonces se acostumbraba para eliminar al oponente, esto no agradó mucho a la camarilla traidora pero lo tuvieron que digerir para poder seguir medrando cobijados por el poder de “Trompudo”, como ellos mismos lo apodaron.
Para que se vea la “calidad” de la susodicha camarilla, cuando retornó don Plutarco a México, ya estando Manuel Avila Camacho en la silla presidencial, también retornó (la camarilla) a las alabanzas, lo reposicionaron con todos los honores en el PNR. Posteriormente, también con todos los honores, bautizaron al auditorio del partido con su nombre. Así se estilan las cosas en el “sagrado partido”.
Pasó el tiempo y se “institucionalizó la revolución”. En tiempos de Luis Echeverría sorprendieron los magnicidios de Eugenio Garza Sada en Monterrey y de Fernando Aranguren en Guadalajara. ¿Quiénes fueron los autores intelectuales de los crímenes y porqué los cometieron? Sigue pendiente la respuesta verdadera, aunque todo apunta de que fueron los integrantes del grupo subversivo “23 de septiembre”, del que formaba parte el hijo de Rosario Ibarra de Piedra, que tanto ha clamado por justicia para él, pero no para los que asesinó.
Por otra parte, el 30 de mayo de 1984, el asesinato del columnista Manuel Buendía Tellez Girón. ¿Quién fue el verdadero autor intelectual y por qué lo mataron? Consta que el autor material fue Juan Rafael Moro Ávila-Camacho y el director, José Antonio Zorrilla Pérez. Pero a este, ¿quién se lo ordenó?
Pasó el tiempo y llegamos al 24 de mayo de 1993, al magnicidio del Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, en Guadalajara. Han pasado quince años de investigaciones, contradicciones y mentiras, de ansias por cerrar el caso y de poner obstáculos por todas partes, sin medirse en calumnias, intentos de extorsión, siembra de falsos testigos y amenazas en contra los que legítimamente exigen la verdad. Unos y otros se avientan la bolita pero no se llega a nada.
Y para no olvidarlos, ahí quedaron los magnicidios de Luís Donaldo Colosio, el 23 de marzo de 1994, y el de José Francisco Ruiz Massieu, el 28 de septiembre de 1994. De cuyas investigaciones y versiones oficiales ha habido tantas falacias que sólo producen asco, claro que también incredulidad como en la de Obregón.

¡Así se estilan las cosas en nuestra muy amada Patria!

La pregunta queda en el aire: ¿Cambiaremos?

O nos quedamos con la versión negativa: “No se le puede pedir peras al olmo?


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