domingo, 4 de mayo de 2008

El respeto a todo ser viviente

Fuente: Yoinfluyo.com
Autor: Enrique Galván-Duque Tamborrel


Si no nos indignamos cuando se nos presenta
alguien con un cuerpo torcido y con jorobas,
¿por qué montar en cólera al ver un alma deforme?”
Montaigne


CONSIDERACIONES
En la primera mitad del siglo XX era fama que si en Japón se agachaba uno con la intención de coger una piedra y tarársela a un perro, no echaba a correr el animal como sucedía y sucede en cualquier otro país del mundo occidental, porque el perro nunca había recibido en aquel país pedrada alguna y por lo tanto desconocía el intento que supone el coger una piedra. Ese espíritu de ternura, solicitud y cariño por los animales, caracterizaba singularmente al pueblo japonés y se manifestaba de rechazo en las relaciones con sus semejantes, resultado de ello que los crímenes cometidos anualmente en el Imperio del Sol Naciente, eran en número una insignificante fracción de los que se perpetraban en los Estados Unidos. Después de la guerra mundial (1939-45) las cosas cambiaron en todos los países (involucrados o no) del orbe, la influencia de los países triunfadores, principalmente de los Estados Unidos, se dejó sentir en todos los ámbitos; aunque es de suponer en que un pueblo, como lo es el japonés, amante y conservador de sus costumbres y tradiciones, la costumbre del respeto y cariño a los animales subsista.
En la India, donde el modo de tratar a los animales, avergonzaría a las naciones europeas de tan encarnizada civilización y poderío, revela la estadística para una población de 1,025 millones de habitantes, la cuarta parte de los crímenes cometidos anualmente en Inglaterra, uya población sólo es de 60 millones; y menor fracción todavía respecto de los Estados Unidos que cuentan con poco más de un cuarto de los habitantes de la India. Estos hechos son más que significativos, pues tienen realmente grandísima importancia y debemos apreciarlos en su verdadera valía.
Por lo que a nuestros países (iberoamericanos) se refiere, no empezamos tan pronto como debiéramos a inculcar en el entendimiento y en el corazón de cada individuo los que pudieran llamarse sentimientos humanitarios. La madre, por ejemplo, casi inconscientemente, da las primeras y tempranas lecciones de atolondramiento y dureza de corazón, que pueden encaminar eventualmente al niño por los caminos de la crueldad y aun del crimen. Ya desde chiquito se inicia al niño a que monte en un caballo de cartón y se le pone un látigo en la mano diciéndole: “Pégale para que ande”. Con esta lección preparatoria, de varios modos complementada, estimulamos en el niño el ardiente deseo de fatigar al caballo de carne y hueso que arrastra un carruaje. Otras veces, si el niño tropieza con una silla, chichoneándose la frente y prorrumpiendo en llanto, la madre, ya por cortedad de alcances, ya por egoísmo, procura distraer al niño del golpe recibido diciéndole, con fingido aire de enfado y disgusto: “¿La pícara silla le ha hecho daño al nene? Anda y pégale a la silla. Dale un puntapié pégale fuerte”. Si al día siguiente el niño se echa encima del perro, ó con él tropieza, el perro es el que el puntapié recibe; y finalmente, si más tarde sobreviene alguna pendencia entre el niño, ya mayorcito, y un compañero de colegio, trata a éste, como su madre le enseñara a tratar a la silla y al perro. De esto se puede deducir cuáles serán las relaciones que, cuando ya mozo, tenga el niño con sus camaradas.
Después de esbozar el tipo de la madre imprudente y egoísta, consideremos por un momento el de aquella otra, siempre solícita y anhelosa de influir del mejor modo posible en el ánimo del pequeñuelo, porque sabe cuan grande y casi omnipotente es el efecto psicológico de las primeras emociones. El niño cae de la silla ó tropieza con ella. La madre, dominando el instintivo impulso de enojo y sobreponiéndose al espanto y lágrimas del niño, dice, acariciando el chichón: “¿Por qué le hacho daño el nene a la silla? Tráela y la curaremos también.” Así se hace y todo pasa como si nada hubiera ocurrido. Otro día, sucede que el niño tropieza con el perro; y entonces, después que la madre le ha curado el daño recibido, acude al niño suavemente a consolar con caricias al perro; y6 si en otra ocasión tropieza con un compañero de juego, experimenta tal simpatía hacia el otro niño, que le mueve a tratarlo con el mismo consuelo y las mismas caricias que a él le prodigara su madre.
Cada cual puede considerar cuán decisivo es el influjo de estas sugestiones en la vida ulterior del niño y cuanta eficacia allegan a sus futuras relaciones sociales. Varios ejemplos de esta clase podríamos recordar en la vida cotidiana de las familias.
Retrocediendo todavía más lejos, diremos que las madres que empiecen a comprender la poderosa influencia que ejercen en las cualidades congénitas de sus hijos, tendrán ocasiones de observar que cada estado mental y emotivo del niño será efecto de la influencia de la madre deje sentir en la vida de la tierna criatura; y por lo tanto, no ha de inculcarle durante la niñez ideas ó impulsos de cólera. Odio, envidia ó malicia, ni malos pensamientos de cualquier clase que sean; sino por el contrario, infundirle sentimientos de ternura, bondad, compasión y amor, que arraigándose en el entendimiento del niño desde que nazca, exterioricen sus efectos en el cuerpo infantil, en vez de permitir la exteriorización efectiva de los vicios opuestos.
EDUCACIÓN MORAL
Es ya axiomático que no basta la sola educación de la mente. Nada más cierto en este mundo que el principio según el cual la educación de la inteligencia sin la del corazón, acrece simplemente el poder del individuo para el mal, mientras que si ambas van en acorde paralelismo, acrecen el poder del individuo para el bien, que es el fin de la verdadera educación.
Sin duda alguna hemos de empezar nuestra tarea por el niño, pues las lecciones aprendidas en la infancia, son las ultimas que se olvidan. Sólo cuando está blanda, modela el alfarero la arcilla; al cabo de poco tiempo, cuando empieza a endurecer, ya no puede modelarla. Así sucede con el niño. Las primeras ideas de bondad y de clemencia que se inculcan en su mente, se fijan en su corazón; arraigan y crecen según va pasando la tierna criatura de la niñez a la mocedad y de la juventud a la edad viril, que es cuando aquellos principios llegan a ser inconmovibles y ejercen toda su influencia sin que apenas poder alguno logre cambiarlos, pues a su alma se adhieren para siempre y deciden de su porvenir.
¡Cuán importante es, por lo tanto, que los primeros principios inculcados en el corazón del niño sean ejemplo de dulzura, amabilidad, clemencia, amor y humanidad, y no ejemplos de odio, envidia, egoísmo y malicia!. Aquellos acaban de hacer de nosotros hombres honrados, ciudadanos obedientes y amantes de las leyes, estos hacen burladores de las leyes y hombres criminales. De la educación de los niños de hoy, dependen las cualidades de la generación de mañana.
En los delitos contra las personas, juegan importantísimo papel las pasiones, y lo mismo ocurre en la mayor parte de los delitos contra la propiedad. ¡Cuán provechoso es, por consiguiente, que el niño aprenda a dominar sus pasiones! ¡Cuán necesario que se le enseñe a ser cariñoso, amable, compasivo y benéfico! Y entre todos los que pueda sugerir el pensamiento humano, no hay mejor ni más prudente y expedito medio para lograr este fin, que es enseñarle a ser bondadoso con todas las criaturas del Dios. Si al niño se le educa de esta manera, arraigarán en su corazón aquellos principios de conducta que cuando sea hombre le hagan amable y compasivo, no sólo con los irracionales, sino también con sus semejantes. Enseñémosle que los irracionales son criaturas de Dios, puestas cada una en el mundo para su peculiar fin, por un padre celestial común como los mismos seres humanos, y que por lo tanto tienen también derecho a la vida y a la protección. Enseñémosle que todo hombre de corazón recto está persuadido de que sólo una naturaleza abyecta, cobarde y depravada, es capaz de maltratar a la criatura débil e indefensa, prevaliéndose de la fuerza y que no hay mejor ni más verdadera prueba de valentía y nobleza de carácter que tratar dulcemente a los irracionales. Es imposible estimar cuál merecen los beneficios resultantes de una prudente y humana educación.
El niño a quien no se le haya enseñado a ser compasivo y benéfico, que no haya aprendido a escuchar los clamores de los animales suplicándole dulzura y protección, llegará a ser cruel con ellos y en consecuencia también lo será con su familia y con sus semejantes. Por el contrario, el niño a quien se le haya enseñado a escuchar los clamores de las irracionales criaturas de Dios; aquel cuyo corazón se haya abierto a los ejemplos de bondad y compasión, llegará a ser, bajo esta dulce influencia, un hombre de generosos y nobles sentimientos.
Por lo tanto, eduquemos la inteligencia y los sentimientos del niño; pero sobre todo eduquemos su corazón. Enseñémosle a tener piedad de los animales que están a merced suya, que no pueden defenderse por sí mismos ni manifestar su debilidad, sus penas o sufrimientos; y muy luego vendrá por ello el niño en conocimiento de que la primera ley, la primera obligación moral del ser humano, como ser superior, es proteger y amparar a los débiles e indefensos. Y no se detendrá aquí; porque ello le conducirá a considerar, como ley suprema, los deberes del ser humano para con sus semejantes.
CAZA
Tengo tal fe en la influencia de los sentimientos humanitarios que al niño se le inculquen en edad temprana, que me considero en el deber de concretar, lo más brevemente posible, las varias instigaciones que por numerosos medios pueden darse y están dando continuamente para encaminar al niño por las vías del bien o el mal.
Con paternal amor, le enseñaría yo al niño, en primer lugar, la insensatez, el egoísmo, la fiereza y crueldad de la caza como deporte. Apartaría de sus manos las ballestas, escopetas y demás armas ofensivas con que pudiera herir, torturar o matar aves, cuadrúpedos y otros animales, y en vez de alentarle a martirizar pajaritos, le demostraría los grandes beneficios que incesantemente nos allegan destruyendo larvas, orugas, insectos y roedores perjudiciales; y que si no fuera por la persecución de que son objeto por parte de los pájaros, se multiplicarían estos bichos hasta el punto de destruir materialmente las plantaciones. Le recordaría cómo alegran y embellecen nuestra vida con su canto. Le explicaría la manera que tienen de fabricar su nido, de procurarse el alimento, su maravillosa fuerza de domesticación, su portentoso instinto e infatigable perseverancia. Por lo tanto, le enseñaría a amarlos, a estudiar sus costumbres, a cuidarlos y darles de comer.
La afición al deporte cinegético indica una de estas dos cosas: imbecilidad inexcusable o refinado egoísmo impropio de un ser humando y racional.
A finales del siglo XIX, escribía Rodolfo Waldo Trine: “Ningún hombre verdaderamente cuerdo y varonil, ni mujer alguna verdaderamente sensata y valerosa, puede numerarse en una partida de caza. Cuando leemos u oímos que tal o cual señora de distinción, o que la esposa de este o aquel caballero de resonante apellido, se entregan a la egoísta y salvaje diversión de la caza, tengamos por cierto que sólo la mueve el deseo de verse en lenguas de la gente o en plumas de los gacetilleros; y con semejante afán toma parte de la caza del ciervo, de la zorra o del jabalí, dando con ello suficientes indicios de su verdadero carácter personal.”
No hace mucho tiempo llamó mi atención cierto pastor protestante de una ciudad de Nueva Inglaterra, que había publicado en los periódicos un artículo apologético de la caza, disputándola como el más excelente pasatiempo y recreo de los hombres de su profesión, y estimulándoles a cobrar a dicho deporte tanto cariño como ya él le tenía. Meditando sobre esto, parecíame inverosímil que aquel hombre no penetrase el verdadero sentido de las dulces y compasivas enseñanzas de Cristo, a quien prometió seguir; dejando aparte las humanitarias máximas de Buda, tildado quizás de idólatra por el citado pastor en sus pláticas y sermones. ¿Hemos de tener reparo en acusarle de ignorancia inexcusable o de lastimoso y brutal egoísmo?
No puedo por menos de citar aquí las siguientes palabras del arcediano Farrán, que hace poco tuve la gratísima oportunidad de leer::
“Varias veces he presenciado a orillas del mar un triste y lastimosos espectáculo, cuyo recuerdo me llena de espanto todavía. Gran número de inocentes avecillas marinas yacían muertas sobre la arena, tinto en sangre el blanco plumaje, arrojadas allí, después de servir su martirio y matanza, de diversión a hombres sin entrañas. ¡Diversión? ¡Execrable diversión! Porque execrable es el divertirse matando por el placer de matar; y no cabe suponer más estúpido empedernimiento, ni más callosa insensibilidad a la comprensión, que la de los hombres que al ver cómo las aves de inmaculada blancura rozan con sus alas la refulgente superficie del azulado mar, se embarcan con sus hijos en un bote para embrutecerles el alma en aquella salvaje diversión. ¡Execrable pasatiempo, vuelvo a repetir, el de matar las hermosas avecillas del Dios herirlas cruelmente y dejarlas abandonadas en la solitaria arena!”
Otro párrafo, que hace pocos días me envió un buen amigo, dice así: ”El célebre novelista ruso Turgenieff, nos cuenta un conmovedor episodio de su vida, que despertó en él los generosos sentimientos de ternura cuyo hechizo hermosea todas sus obras literarias.
Cuando Turgenieff tenía diez años, llevole su padre una mañana a cazar pájaros. Al cruzar un campo de rastrojos, levantó el vuelo, casi a sus pies, un hermoso faisán dorado y rosa; y con el júbilo de un deportista en cuyas venas arde el fuego de la afición, disparó el niño Turgenieff su escopeta, yendo el faisán a caer mal herido junto a él. Era hembra el ave, y la vida se le acababa por momentos; pero prevaleciendo el instinto maternal sobre la misma muerte, alcanzó el faisán con débil el nido donde su tierna cría reposaba sin advertencia del peligro. Vituperose entonces Turgenieff de que su corazón permaneciese tranquilo ante el daño que había hecho, y asomándose al nido, vio que el cadáver del faisán escudaba al pequeñuelo. Avergonzado en aquel instante por el sentimiento de criminosa crueldad que le había pervertido, y excitado por el remordimiento:
---¡Padre! ¡padre! ¿qué hice?--- exclamó volviendo la faz horrorizada hacia el autor de sus días.
Pero al padre no le había pasado por alto la leve tragedia y respondió:
---¡Bien hecho, hijo mío! Has disparado perfectamente el primer tiro. Pronto serás un cumplido deportista.
---¡Nunca, padre! Nunca volveré a matar a un ser viviente. Si eso es deporte, no quiero nada con ello. La vida es para mi más hermosa que la muerte, y puesto que no puedo dar vida, nunca jamás la quitaré.”
Aleccionados por este ejemplo, en vez de poner en manos del niño una escopeta o cualquier otra arma ofensiva que pueda servir de instrumento para herir, martirizar o matar un solo animal, démosle el objetivo y la cámara oscura y enviémosle a ser el amigo de los animales, a observar y estudiar sus cualidades y costumbres, a aprender de ellos las maravillosas lecciones que pueden enseñarnos; y de este modo se explayará su admiración y solicitud hacia ellos, llegando a ser por su carácter el tipo de hombre verdaderamente varonil y gallardo en oposición al del hombre empedernido, egoísta y brutal.
VIVISECCIÓN
Consideremos ahora otra práctica cuya influencia es notoriamente nociva, y que niños y estudiantes presentan por doquiera. Me refiero a lo que comúnmente se conoce con el nombre de vivisección, o sea el acto de sajar, quemar descuartizar o abrir en canal a los animales vivos con objeto de investigaciones científicas. Después de un muy detenido estudio de esta materia y oídas las opiniones de los más hábiles médicos y cirujanos del mundo, podemos declarar categóricamente que ningún conocimiento, realmente valioso, ha adquirido el ser humano por este medio que no hubiera podido adquirir o haya adquirido por otros distintos, sin necesidad del sacrificio y martirio de una vida; es decir, sin necesidad de los crueles y endurecedores efectos que de aquel pernicioso procedimiento dimanan.
Por mi parte, considero que los padres no deben permitir que sus hijos asistan o permanezcan en un colegio en donde se practique la vivisección; además deben alzar la voz y ejercer su influencia contra tal práctica en todas ocasiones. Debemos enseñarle a los niños el gran principio, ya notorio hoy, de que la mente es el natural protector del cuerpo, donde incesantemente se exteriorizan los efectos y condiciones paralelas a los estados mentales y emotivos que en nosotros prevalecen. Debemos enseñarles que lo insensato y lo cobarde, es acarrear males al cuerpo por medio de los ponzoñosos y corrosivos efectos de la cólera, odio, recelo, malicia, envidia, rabia, temor, desaliento, lascivia e intemperancia; y en consecuencia, hallaría en ello el medio de convencerlos que se debe evitar el martirio de los p0obres animales desprovistos de habla.
RABONEO
Hay a quienes les gusta mochales el rabo a los caballos y perros, práctica esta que indica, a mi criterio, debilidad de carácter y, por consiguiente, sujeción a la costumbre, o desconsiderado deseo de llamar la pública atención, tal vez porque el dueño del animal está persuadido de que no hay en su persona cualidad alguna digna de llamarla; y también demuestra que carece completamente de aquellos delicados sentimientos que nos apartan de toda acción cruel y mortificante, y de todo cuanto pueda infligir sufrimiento a una criatura viviente.
Ha de saber el niño que los animales de referencia sufren y padecen mientras les cortan y queman la cola, y que el agudo dolor producido por esta operación, es leve si se compara con el que persiste en la parte operada durante toda las vida de tan nobles animales.
La piel del caballo es exquisitamente sensible a las picaduras de los tábanos, moscas y demás insectos pestíferos que le molestan en el verano, y que sin el natural instrumento defensivo de la cola, le hacen la vida totalmente insoportable. El animal queda cruelmente mutilado para siempre y afeada por jamás su natural hermosura.
En algunos países la ley castiga con multa y cárcel a los que cortan la cola de un caballo o perro, pero todavía tan estúpida, cruel y deplorable costumbre está más o menos arraigada en muchas regiones, y no se abolirá hasta que el sentimiento público se rebele contra de ella Seguramente que los que cortan la cola a los caballos, volverían sobre su acuerdo, tornando a la cordura, si se les forzase a permanecer tan sólo una tarde de canícula en medio del campo, con la desnuda espalda expuesta a las picaduras de las moscas, avispas y abejas, tábanos y otros insectos que le pondrían frenético si no pudiera valerse de las manos para ahuyentarlas. En este aspecto, el perro no sufre tanto como el caballo, porque tiene otros recursos de los que puede valerse para defenderse, pero no por ello deja de serle útil la cola con que la sabia naturaleza lo dotó.
Desprovisto el caballo de la cola con que protege su sensible pelambre, puede llegar un día en que, atosigado por los ofensivos bichos y excitado por el freno, se desboque y precipite arrastrando a su propio amo, que encontrará la muerte o por lo menos invalidez perpetua donde pensó hallar distracción y recreo. Ley del universo es que en una u otra forma coseche cada cual lo que siembra.

PASTOREO
También por la vía del ejemplo, expondré a la consideración de los niños el caso de aquellos hombres que anualmente abandonan las reses en los campos, donde el rigor del invierno, el hambre y el frío las matan por miles causa de que el pastor las deja perdidas cuando no encuentra pastos suficientes para alimentarlas. Siguen muchos ganaderos este cómodo sistema, porque les resulta más barato perder cada invierno una parte de su grey, que proporcionar a las demás reses el conveniente alimento y abrigo. Miles de cabezas se pierden anualmente en el mundo por este motivo. Quienes de tal suerte proceden son seres insensatos, merecedores de ser tratados como lo fuere quien echase parte de su capital en un establo o en un estercolero.
Lo mismo hemos de enseñar a los niños respecto a quienes por medios crueles, mercenarios y negligentes, trashuman los ganados de una a otras comarcas o los transportan por mar en sentinas inmundas, donde mueren más de la tercera parte de las reses, quedando otras tantas estropeadas y maltrechas de manera que es preciso matarlas apenas desembarcadas.
VANIDAD Y CAPRICHO HUMANOS
Otra excelente coyuntura, que atañe muy de cerca en las mujeres, se nos ofrece para infundir en el niño sentimientos humanitarios. Me refiero a la insensata, cruel e inexcusable costumbre de emplear por adorno plumas de pájaros. Aterra la enorme proporción de este comercio que ---en la actualidad ya notoriamente muy disminuido gracias a los programas de protección implementados por casi todos los países del mundo---, sólo en un día y de una sólo vez se llegaban a vender en Londres, en los albores del siglo XX, los plumajes de 600,000 pájaros.
Millones de estas aves se cazan anualmente para proveer a los mercaderes de la vanidad humana: modas, colecciones, ornamento, esnobismo o simplemente por hobby. Mercaderes que integran en la actualidad destructiva casta maldita de los “traficantes ilegales” y que, alentando los caprichos de los humanos, se enriquecen con este tráfico. Especies enteras de pájaros han desaparecido ya a causa de este mortífero comercio, y otras están a punto de desaparecer. Por ejemplo, la hermosa ave llamada “garza blanca” que en la Florida se conoce vulgarmente con el nombre de “agrete”, ha llegado a ser tan rara, que apenas ve una siquiera el viajero, en comarcas donde a principios del siglo XX se podían contar por miles. Esta ave fue, hasta hace relativamente pocos años, muy perseguida por codicia de su plumaje, en la época de celo, que es cuando más le brillan los colores, como si la naturaleza quisiera depararle galas de boda.
Son los pájaros en esta época de su vida muy mansos y confiados, pues andan entretenidos en el cuidado de su cría. De cuando en cuando, centenares de ellos se posan en amigable cercanía sobre las ramas de los frondosos árboles que crecen en las tierras pantanosas, de suerte que el cazador, con solo esconderse, puede cogerlos cuando a sus nidos vuelven llevando la comida a los pequeñuelos. Algunas veces pierden la vida muchos cientos en pocas horas y cada pájaro muerto supone la destrucción por desamparo de cuatro o cinco crías. Conviene, por lo tanto, que los seres humanos aficionados a adornarse con plumas o coleccionar aves, sepan que han sido la causa indirecta del sacrificio de cuatro o cinco pájaros por lo menos. Las gentiles personas dirán: “¡Pero yo nada tengo que ver con los cazadores de pájaros!”. Y es verdad; nada tendrían que ver personalmente con ellos si no lucieran las aves. Porque si no fuera por la muchedumbre que los demandan, los cazadores de pájaros de seguro emplearán su inteligencia y sus energías en otros menesteres; ya que, no habiendo demanda, no habría mercado, y, por ende, no habría necesidad de proveerlo.
Sé de un empresario de caza, que con ayuda de sus dependientes mató 130,000 pájaros en una sola temporada. Es preciso imaginar lo significativo de esta cifra teniendo en cuenta los pocos días que dura la temporada de tal género de caza. ¿Qué evidencia todo esto en el ser humano? No quiero ser exagerado y diré que sólo me da a entender principalmente la poca importancia que le da la humanidad al cuidado de su entorno y a la observancia de leyes y reglamentos. ¡Ah, y hay quien se jacta de ello! Atrás quedó el tiempo en que se mataban miles de aves para cumplir la desmedida vanidad de las mujeres de lucir su variado plumaje, pero a éste lo ha sustituido el no menos desmedido afán de lucrar con el ilícito comercio de aves, todo para satisfacer el snobismo de los ricos.

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