domingo, 1 de febrero de 2009

Caras vemos, corazones no sabemos

Por: Enrique Galván-Duque Tamborrel


Hace un par de años tuve oportunidad de participar en la formación de adultos, quienes se preparan para trabajar en el cuidado de los enfermos, personas mayores y discapacitados. Mi participación fue únicamente de observador, o como se dice coloquialmente de mirón. Me tocó ver, a través de técnicas de teatro y clown, realizar la integración del grupo, impulsar la confianza en uno mismo ante un público, desarrollar la creatividad y el trabajo en equipo, entre otras.
En una de las dinámicas, el grupo tiene que ponerse en círculo, una persona pasará al centro y se desplazará con los ojos cerrados dentro del corrillo, esperando la protección de sus compañeros para no golpearse con los objetos o con las paredes.
Y por simple que parezca, a muchas personas este ejercicio les cuesta trabajo, pues significa confiar en el grupo y ponerse literalmente en sus manos.
Algunos prefieren no intentarlo, otros se detienen a medio intento, o bien, descubren que finalmente no es nada desagradable eso que parece tan difícil: confiar.
Una joven de 22 años no quería pasar, y tras la dificultad, decidió interrumpir el ejercicio a los pocos segundos. ¿Por qué la gente no confía? ¿Por qué aparecen estas reacciones inesperadas? La respuesta está en la historia personal de cada uno.
Más adelante, pidieron a los participantes contar una experiencia o anécdota personal que les hubiera dado una gran alegría. Todas las historias, o casi todas, resultaron extremadamente bellas. Muchas de ellas hablaban del nacimiento de sus hijos. Entre todas, destaco la historia de esta joven de apariencia valiente y segura, que no había podido soportar cerrar los ojos y confiar en el grupo.
A los siete años dejó su país y a su familia en Centroamérica, para venir a vivir al estado de Oaxaca al lado de algún pariente. Las cosas no resultaron, y esta pequeña se vio literalmente sola y desamparada a su corta edad. Creció como la hierba en la Mixteca, en donde poco a poco obtuvo el apoyo de algunos amigos.
A los 16 años tuvo por primera vez la ocasión de hablar por teléfono con su madre, aquella a la que no había olvidado, pero que a la vez no conocía ya, después de tantos años. Para ella, esta media hora de teléfono fue el día más feliz de su vida. Un mes más tarde su madre murió.
Desconozco las razones por las cuales un niño de siete años tiene que partir en soledad a un país extraño. Seguramente puede atribuirse a la miseria.
Muchas veces escuchamos historias como estas o peores, y da gusto ver cómo, dentro de la tragedia, esta joven se ha abierto paso entre las adversidades para conseguir superarse. Para ella, cerrar los ojos y confiar en el grupo era ponerse en el abismo en el que vivió y en donde nadie le tendía la mano.
Historias como estas las vemos en la tele o las escuchamos en alguna conferencia de desarrollo humano, o las imaginamos al ver un niño de la calle, pero muchas veces no estamos tan próximos a ellas ni conscientes de que suceden en realidad.
Radico en una pequeña ciudad enclavada en el Istmo de Tehuantepec, donde es concurrente el paso de los inmigrantes provenientes de Centroamérica. Estos, en donde la mayor parte son jóvenes, hombres y mujeres, que van al norte en busca de una vida mejor, esconden en sus rostros tristes historias de dolor y abandono. Pero allá van. Con el rostro iluminado por la esperanza de vivir en un ambiente de respeto, en donde puedan trabajar en paz para servir a sus semejantes. La mayoría nunca han tenido nada, y los que algo tuvieron lo perdieron; pero eso sí, todos tienen fe, y esta nunca se pierde. Dios los bendiga, los guíe, y los colme de la felicidad anhelada.
Para mí se ha vuelto muy frecuente encontrarme con relatos asombrosos de sufrimiento extremo, narrados por personas con una gran sonrisa en los labios. Todas ellas me dejan la misma reflexión: Antes de juzgar el porqué alguien reacciona, piensa o actúa de determinada manera, vale la pena mirar dentro de su corazón

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